sábado, 4 de diciembre de 2010

Mecanismos de compensación

Todo resultaba rutinariamente apacible. La gente andaba por la calle sin demasiada preocupación. Charlaban entre ellos explicando a cada paso sus quehaceres y preocupaciones -Sinceramente Carmen, creo que el Taylorismo cambió sustancialmente nuestras vidas e impulsó la economía mundial como nunca antes se hubiera podido concebir. - Si, si yo no digo que no -respondía Carmen- pero yo coincido con Marx cuando se refiere al Taylorismo como una disciplina "maquinística" para trabajadores no-educados, así que una gran parte de la culpa de las desigualdades sociales actuales se empezaron a forjar con la alienación que produjo este método de organización industrial.- mientras tanto una pareja discutía sobre el estadio del desarrollo piagietiano en el que se encontraba su hijo.

El abuelo contemplaba las vistas sentado en su mecedora, supongo que después de toda una vida pescando en alta mar, una vez retirado, añoraba el vaivén de las olas. Recordaba algunos fragmentos de Hemingway en "El viejo y el mar", también de la epopeya griega "La odisea"; incluso recordó cuando conoció al mismísimo Poseidón.

La abuela vestía las ropas de toda la vida: faldas largas por los tobillos, eran como una cascada negra que nacía de su amplia cintura; jersey de lana verde oliva que, con el paso del tiempo, parecía que le habían salido frutos.

Ella siempre andaba refunfuñando, pero normalmente siempre lo hacía por dos motivos: se quejaba de que el abuelo no hacía nada. Según ella era hasta tal punto un mueble más de la casa, que incluso algún día había tenido la tentación de pasarle el plumero para quitarle el polvo de encima. El segundo motivo era su pizarra. La mayor parte del día se discutía ante ella escribiendo fórmulas que llegaban hasta tal punto de complejidad que resultaban incomprensibles para el resto de los humanos.   - ¡No puede ser! el valor de PbO2 debería ser mayor!! ¡Nunca conseguiré el sabor perfecto!- Traducía estas fórmulas en ingredientes específicos ante un caldero. Pretendía conseguir el valor perfecto de los ingredientes para hacer un potaje excelente y nunca estaba contenta con los resultados.

La calma y la vida se sucedía así en el pueblo. Día tras día, hora tras hora. Nada perturbaba esta apacible cotidianidad.

Un día cualquiera, el abuelo seguía sentado en su porche, la abuela se peleaba con su pizarra y la gente de la calle seguía conversando sobre sus preocupaciones cotidianas; pero algo cambió, de repente algo cambió para siempre en sus vidas. 

Sentía el aire frío en mi cara. Desde allí arriba veía una gran alfombra verde y seguía cayendo. Poco a poco empecé a distinguir algunas formas: la gran alfombra verde se empezó a descomponer en pequeñas unidades o grupos de árboles. También vi claro mi objetivo. Al lado de ese grupo de árboles se encontraban dispuestas de forma irregular un grupo de casas y, conforme me precipitaba hacia el suelo, empecé a distinguir a personas que se movían entre ellas.

El abuelo había salido del porche para estirar un poco las piernas y justo ahí sucedió nuestro encuentro. Le golpeé justo en la frente y me escurrí por la hendidura de su ojo derecho para acabar resbalando por el surco que forma su mejilla y su nariz. Seguí cayendo suavemente, por otras partes de su cuerpo mientras él no podía contener su estupefacción. La abuela corrió hacia la puerta. Al salir de la casa yo ya me había encargado de mojar por completo a su marido, pero también la casa, las calles, el bosque...

Nadie sabía que estaba sucediendo. "¡Podría ser el final del mundo!" comentaban algunos. La abuela corrió hacia el abuelo y también me abalancé sobre ella. En pocos minutos también humedecí todo su cuerpo; la cascada que formaba su falda, ahora pesaba más que nunca. La gente que paseaba por las calles se quedaron sin palabras, nadie podía explicar quien era yo, ni Piaget, ni Marx, ni el Taylorismo... nadie les había hablado nunca de mi y no comprendían.

Poco después, de forma suave, desaparecí. Todos estaban quietos, mirando hacia arriba y empapados. De algún modo todos pensaban en mi, había llegado y me había ido. Sin más, sin aparente motivo. Cuando pudieron reaccionar volvió el movimiento, las dos amigas siguieron andando, -tengo que ir al trabajo y después a hacer la compra- le decía Susana a Carmen- yo compré el otro día un cacharro para cortar las verduras finitas y va muy bien. -respondía Carmen. La pareja seguía discutiendo -yo creo que llora porque le están saliendo los dientes. -¡Pues me tiene harto! no puedo descansar por las noches y después no voy bien al trabajo. 

El abuelo seguía sentado en la mecedora, recordaba la pesca en alta mar y ahora también me recordaba a mi. Omero había desaparecido. La abuela a su vez volvió a su pizarra, descubrió que me había colado por su techo y mojado las fórmulas para el potaje perfecto. De todas maneras daba igual. No comprendía ni una sola letra de lo que había quedado escrito.

No me siento culpable de nada y prefiero no pensar en si sus vidas son mejor ahora o no. Lo que tengo claro es que no todo se basa en la lógica. Pero yo soy la lluvia, no me hagas caso, seguro que Piaget, Taylor, Marx o cualquier otro lumbreras lo sabrán mejor que yo.

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